Aislados, los rasgos de las plantas se ofrecen en deslumbrante plenitud; desnudos, sólo volcados en sus más finos movimientos, despliegan unos en otros sus ritmos íntimos, concilian y entreveren su más recónditas cadencias, en tonos, en posturas huidizas, en danzas tenues y silenciosas.
Las plantas, definibles por su interrelación con el medio, clasificables en relación a otras, son líneas, matices, formas, una manera singular de curvarse, de reflejar la luz, una cierta textura.
Sus rasgos se conjugan, se enfrentan, forman limpísimos acordes o se confunden en un fragmento determinante que las aprehende con sutileza y las muestra en el instante furtivo que las devela, que las enciende en trazos luminosos.
Aislados, los rasgos de las plantas se ofrecen en deslumbrante plenitud, desnudos, sólo volcados en sus más finos movimientos, despliegan unos en otros sus ritmos íntimos, concilian y entreveren sus más recónditas cadencias, en tonos, en posturas huidizas, en danzas tenues y silenciosas. Los fragmentos encarnan ese rapto, lo muestran —en una cierta cualidad gustativa, en tal efecto visual y táctil, en una lenta polaridad— como conjuntos ágiles y armoniosos que revelan un modo, un rostro, una costumbre antigua de la planta, una fisura. Unos a otros se responden, se encubren; forman, sobre los rasgos que sujetan, que templan, ciertas texturas recurrentes, algunos hábitos, un contorno común.
A la mirada minuciosa y estrecha que las degusta, que las recorre con finura, las palpa, las plantas abren y extienden su más secreta intimidad.
Coral Bracho
Aislados, los rasgos de las plantas se ofrecen en deslumbrante plenitud; desnudos, sólo volcados en sus más finos movimientos, despliegan unos en otros sus ritmos íntimos, concilian y entreveren su más recónditas cadencias, en tonos, en posturas huidizas, en danzas tenues y silenciosas.
Las plantas, definibles por su interrelación con el medio, clasificables en relación a otras, son líneas, matices, formas, una manera singular de curvarse, de reflejar la luz, una cierta textura.
Sus rasgos se conjugan, se enfrentan, forman limpísimos acordes o se confunden en un fragmento determinante que las aprehende con sutileza y las muestra en el instante furtivo que las devela, que las enciende en trazos luminosos.
Aislados, los rasgos de las plantas se ofrecen en deslumbrante plenitud, desnudos, sólo volcados en sus más finos movimientos, despliegan unos en otros sus ritmos íntimos, concilian y entreveren sus más recónditas cadencias, en tonos, en posturas huidizas, en danzas tenues y silenciosas. Los fragmentos encarnan ese rapto, lo muestran —en una cierta cualidad gustativa, en tal efecto visual y táctil, en una lenta polaridad— como conjuntos ágiles y armoniosos que revelan un modo, un rostro, una costumbre antigua de la planta, una fisura. Unos a otros se responden, se encubren; forman, sobre los rasgos que sujetan, que templan, ciertas texturas recurrentes, algunos hábitos, un contorno común.
A la mirada minuciosa y estrecha que las degusta, que las recorre con finura, las palpa, las plantas abren y extienden su más secreta intimidad.
Coral Bracho